Muchas personas que creemos en la Sostenibilidad como conjunto necesario de reflexiones, estudios y medidas concretas (en las que se plasma la acción), empezamos a estar preocupados por el rigor de algunas de las políticas que, supuestamente, la van a hacer posible.
La Sostenibilidad no es una moda.
Es, en este Siglo XXI, otro gran movimiento de la civilización, un hito comparable a la innovación y el avance de los navegantes portugueses, en Sagres, S.XV, o al proceso de industrialización que nace en Europa a finales del S. XIX. Pero es, o debiera ser, mucho más global.
Estas grandes corrientes se tejen alrededor de una idea que – casi siempre apoyada en avances de la técnica – desea provocar el progreso, real, que sirva para el desarrollo, el bienestar y la convivencia de las personas en sociedad.
En este caso, no se trata de la mejora de las comunicaciones y el acceso a los Continentes, o de la capacidad de aumentar los recursos disponibles por el ser humano para combatir la pobreza y el hambre, y mejorar la salud de generaciones, sino que, aquí, la gran referencia, es la preservación de la misma Tierra, el espacio donde vivimos.
Y esto, desde la urgencia del corto plazo, pero con una visión del largo. Es decir, cuando ya no estemos vivos los que hoy tenemos la obligación de llevarlo a cabo.
Causa una gran satisfacción, y una maravillosa esperanza, cuando se escucha en alguna organización, por ejemplo, “haciendo las cosas de una determinada manera a lo largo del S. XXI, ya no será necesario, en el S. XXII, ir a buscar a la Tierra, de forma irreversible, estos o aquéllos recursos”. Recursos que hoy utilizamos de forma masiva para el actual modo de vida. ¡Trabajando para el próximo siglo y para nuestros nietos!
¿Por qué entonces la preocupación?
La inquietud se centra en la posibilidad de un fracaso que no nos podemos permitir. O sea, en que, haciendo las cosas de manera “sólo” voluntarista, ideológica, política, en el sentido más pobre del término, apenas se consigan “a medias” los objetivos.
Y esto sería mucho más grave porque, además de no llegar a alcanzar las últimas metas de respeto y conservación del Planeta, se podrían provocar fenómenos de empobrecimiento social, y retrocesos graves en los avances en el bienestar de las personas (que se han conseguido de forma amplia en la segunda mitad del siglo pasado y en el, ya casi cuarto, de este S. XXI).
No podemos hacerlo así.
Pienso que la única manera de avanzar en la Sostenibilidad, quizá de forma más lenta de lo que nos gustaría, pero de modo firme e irreversible, construyendo siempre sobre el peldaño anterior, es que las decisiones para la acción sean realistas y se definan y concreten con rigor.
Y con lo que podríamos llamar “análisis de las consecuencias”.
El análisis de consecuencias es el resultado de aplicar, por ejemplo, metodologías y procedimientos, ya muy desarrollados, de la “gestión de riesgos”, a cada uno de los “momentos”, o etapas, del proceso de la Sostenibilidad.
¿Qué puede llegar a suceder, cuáles pueden ser los aspectos positivos y negativos? ¿Existe la posibilidad de corrección de estos, en cada fase?
Risto Siilasmaa, máximo responsable de Nokia nos dijo en la IESE Global Reunion de Nueva York: “Incluso para las decisiones más obvias, aquéllas cuyas consecuencias son más previsibles, más seguras, casi ciertas, quiero que mis equipos tengan estudiados los escenarios alternativos. Porque lo cierto, a veces, no se produce. Nosotros lo sabemos bien en Nokia”.
Algunos ejemplos que provocan incertidumbre.
El Gobierno de los Países Bajos acaba de tomar una serie de medidas para reducir la capacidad del aeropuerto de Amsterdam-Schiphol, que es uno de los más importantes del mundo, 52,5 millones de pasajeros, y cerca de 400.000 movimientos en 2022. El objetivo, ambicioso y positivo, es disminuir los niveles de ruido y las emisiones de dióxido de carbono en la zona, sin perjudicar a la conectividad y al transporte de mercancías.
Un grupo de aerolíneas (entre las que se encuentra la propia KLM, que representan el 60% de la actividad en el aeropuerto, con conexiones a 170 destinos) entienden que esto se ha hecho contra las legislaciones nacional, europea e internacional (es posible, pero esto sería lo de menos, la ley se puede modificar; y tendrá que haber muchos cambios legislativos para avanzar en la Sostenibilidad; pero desde luego no, unilateralmente, de gobiernos aisladamente, pero afectando a muchos otros).
El grupo cree que la decisión no ha trabajado de forma profunda y realista las “consecuencias”, al no analizar con rigor suficiente las alternativas viables ni el impacto económico en la región. Hay que decir que los otros dos aeropuertos importantes de los Países Bajos son Eindhoven con 40.000 vuelos en 2022 y Roterdam/La Haya 16.000 movimientos en el mismo año; versus los 400 mil citados).
Señalan también estas compañías que ya han realizado importantes inversiones para ir alcanzando la descarbonización a corto plazo. En el sector, los vecinos de Lufthansa, que aún se recuperan del impacto de la pandemia, casi doblaron sus ingresos en 2022, volviendo al beneficio operativo (superando a Air France-KLM y IAG, aunque todas en positivo, y todas creciendo por el transporte de mercancías, no de pasajeros). ¿Qué es lo primero que han hecho? Encargar – para sustituir – 22 nuevos aviones de largo recorrido, y bajo consumo, por valor de 7.500 millones de Euros a Airbus y Boeing. Con previsión de 108 nuevos aviones de última generación en los próximos años.
El grupo de Schiphol (parece que se ampliará) ha puesto en marcha un procedimiento sumario contra el Gobierno neerlandés (que quizá se podía haber evitado, acelerando así las medidas verdaderamente útiles para la Sostenibilidad).
¿Resultado práctico? Inevitable bloqueo y lentitud judicial (¿cinco, diez años?) y pérdida de ese tiempo que decimos, y es verdad, que no tenemos.
Muy cerca, el Parlamento Europeo acaba de aprobar la prohibición de vender vehículos de combustión (incluidos los híbridos) a partir de 2035.
Sólo dos semanas después ya se ha parado la ratificación de la norma por las reticencias de Alemania e Italia primero, Polonia y Rumanía después.
Estos países, ya en el nivel ejecutivo de los Gobiernos, (en los parlamentos, desgraciadamente, todo es más fácil y superficial) han preguntado si se han analizado adecuadamente – y previsto medidas compensatorias – para “consecuencias” como: una severa pérdida de empleo en la industria automóvil y auxiliares, que son críticas para la economía de la UE, la lenta evolución de la cuota de mercado de los coches eléctricos por su coste y falta de suficientes puntos de recarga, o la creciente competitividad de China.
¿Provocarán estas consecuencias un cambio de esta política europea en los próximos diez años? ¿En qué momento (si es cierto que se produce el efecto económico)? ¿Cuál podría ser entonces el impacto, ya real? ¿Cómo podría afectar esto a la rentabilidad/viabilidad de los constructores del Viejo Continente? ¿Es posible la reconversión total del sector productivo industrial en este tiempo? ¿Con qué etapas? ¿Se puede acelerar la cuota de eléctricos y la reducción más rápida del actual parque de combustión? ¿Cuáles serían los escenarios alternativos?
El sector no está parado. Ford ya está dejando de producir modelos, y se concentrará en unos pocos durante la transición a la fabricación única de eléctricos. En ese camino, reducirá 3.800 puestos de trabajo de ingenieros y administrativos en tres años. Volkswagen mantiene todavía su plantilla (+0,4% en 2022), ha lanzado una compañía de baterías, PowerCo, con una fábrica en Salzgitter, ha empezado a producir el ID.4 en USA y comenzado a colaborar con Horizon Robotics para reforzar su competitividad en China.
La Unión Europea y los países que la componen, debieran tener como prioridad para la Sostenibilidad el análisis de consecuencias en cada momento de sus medidas de gobierno.
Se deben poder garantizar a consumidores, fabricantes y proveedores, que sus decisiones, están bien tomadas y que no prevén, al menos hoy, que sea necesario dar marcha atrás en medio del camino.
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